
A pesar de que la refinería de Kremenchuk ya no está operativa, Rusia continúa lanzando ataques contra sus instalaciones. Los motivos van más allá del interés militar y apuntan a la guerra psicológica, la disuasión económica y la venganza energética.
En una de las ofensivas más intensas del mes, el ejército ruso volvió a atacar la ciudad ucraniana de Kremenchuk, un importante centro industrial situado en el centro del país. Aunque no se registraron víctimas, cerca de 1.500 hogares quedaron sin electricidad. El blanco principal del ataque volvió a ser la refinería de petróleo local, una instalación que, según analistas, ya ha sido destruida desde hace meses.
La refinería de Kremenchuk, la más grande de Ucrania, ha sido blanco habitual de los misiles y drones rusos desde abril de 2022, cuando la campaña militar de Moscú viró tras el fracaso de su plan inicial de capturar Kyiv en pocos días. Desde entonces, el complejo industrial ha sido atacado en múltiples ocasiones, incluso cuando ya no estaba en funcionamiento.

Pero ¿por qué seguir bombardeando una infraestructura que ya no produce? Según expertos, las razones combinan objetivos militares, simbólicos y estratégicos. Para el analista energético Serhiy Kuyun, los recientes ataques no buscan destruir lo que ya no existe, sino “hacer imposible o demasiado costosa” cualquier tentativa de reconstrucción futura. En sus palabras, se trata de “acabar con lo que queda”.
El Ministerio de Defensa ruso justificó el ataque del 15 de junio de 2025 asegurando que la refinería suministraba combustible a las tropas ucranianas en el Donbás. Sin embargo, especialistas como Mykhailo Honchar, presidente del Centro de Estudios Globales Strategy XXI, descartan que la planta haya estado operativa recientemente y apuntan más bien a una estrategia de desgaste total.
Kuyun también interpreta estos bombardeos como una represalia por los ataques ucranianos contra instalaciones petroleras en territorio ruso. En los últimos meses, Ucrania ha intensificado sus operaciones de sabotaje y ataques con drones contra refinerías y depósitos rusos, lo que habría motivado una respuesta directa.
Más allá del componente bélico, también existe un cálculo psicológico. Atacar una infraestructura clave —aunque ya esté inactiva— envía un mensaje claro: que cualquier esfuerzo de reconstrucción será costoso, incierto y constantemente amenazado. El mensaje no es sólo para Kyiv, sino también para sus aliados occidentales.
Desde el inicio de la invasión, la refinería de Kremenchuk ha recibido docenas de misiles y cientos de drones, según datos de expertos energéticos. Hoy, su valor estratégico ya no está en la producción de combustible, sino en lo que representa como símbolo de la capacidad de recuperación industrial de Ucrania.
Rusia parece decidida a asegurarse de que esa recuperación no sea posible, al menos no mientras dure la guerra. Y en esa lógica, destruir lo que ya está en ruinas no es redundante: es parte de una estrategia de tierra arrasada que busca hacer que los costos de la posguerra sean tan altos como los del frente.